jueves, 7 de septiembre de 2006

Metro-educación

Todavía andaba yo dándole vueltas a una idea tonta esta mañana, cuando el Metro de Madrid, fuente inagotable de historias, me ha brindado una nueva mirada que ahora traigo hasta aquí.

Sí, ya sé que me repito, y que dentro de poco habrá que cambiar el nombre a este observatorio por algo así como "Historias del Metro". Prometo dar un poco de variedad a las ventanas a las que me asomo para ofrecerte mis miradas, pero déjame que hoy abuse un poquito más de tu paciencia.

Llevamos dos o tres días con bastante calor en la ciudad y, por supuesto, también en el Metro. No sé si es eso lo que afecta tanto a nuestro estado de ánimo; si me guío por las escenas que he presenciado hoy, seguro que es así.

La primera ha sucedido en el momento de salir del vagón de la línea 4 en Alonso Martínez. Es normal que haya bastante gente en el andén esperando para entrar, y cada vez va siendo más habitual que esa gente apenas deje un pequeño espacio para que los que pretedemos salir podamos hacerlo como es debido. Pero hoy se debe haber colmado el vaso de la paciencia de un señor de unos cincuenta y tantos, vestido con camisa de manga corta a cuadros azules y pantalones chinos también azules. Lo sé, es poco relevante cómo iba vestido, pero es que me ha llamado la atención, porque tengo unos pantalones exactamente iguales (apúntese esto en la cuenta de tonterías varias).

El caso es que este hombre se ha encarado con una chica de la que poco puedo decir: inmigrante, con rasgos centroamericanos... casi no me ha dado tiempo a fijarme, pero que conste que no establezco relación entre su procedencia y el comportamiento que ha tenido; me limito a describir.

La escena ha durado apenas dos o tres segundos: ella intentando entrar, y nuestro hombre de azul luchando por salir. Fuerzas opuestas, choque inevitable, victoria para él, que con las manos por delante, empujando enérgica pero no violentamente, ha conseguido abrirse paso en su legítimo derecho a salir primero, tal como reza esa frase que tantas veces hemos oído: antes de entrar, dejen salir.

Para dar más fuerza a su acción, ha comenzado a increpar a la chica, haciendo referencia a su más que evidente falta de educación. Otros dos o tres segundos, y a partir de ahí imagino que ella habrá entrado en el vagón con cierto mal cuerpo tanto por la situación como por el hecho casi seguro de no haber conseguido asiento -de ahí su prisa por entrar-, mientras que él continuaba su particular moralina; al principio se veía claramente que hablaba solo pero, de repente, y cuando parecía que dejaría de hacerlo, se ha visto reforzado por la inconsciente mirada de la señora que llevaba al lado, en la que ha encontrado una silenciosa aliada, y así ha continuado con su retaíla de quejas, concluyendo con otro par de frases que tanto se escuchan últimamente: se está perdiendo la educación y no sé dónde vamos a llegar en este país.

Casi sin tiempo para reponerme, una vez realizado el trasbordo a la línea 5, me he encontrado en el primer vagón un número aceptable -no agobiante- de viajeros, lo cual hacía que diera poca importancia al hecho de que un joven de unos treinta y pocos estuviera sentado en el suelo ocupando el espacio de dos o tres personas. No es la primera vez que veo algo así, y hasta lo puedo entender, a pesar de que yo ni lo he hecho, ni creo que lo haga. Lo que ya no me parece normal es que pasen las estaciones, el vagón se vaya llenando, la gente se apriete por entrar en como sea, mientras que el protagonista de la peculiar sentada no se inmuta lo más mínimo. Eso sí, cuidado con pisarle (no ha sucedido, pero no me extrañaría que encima se encarara con aquél/aquella que, a falta de un sitio donde colocar los pies, le tocara sin querer, o más bien sin poder evitarlo).

A la vuelta, después del trabajo, en el vagón de la línea 5 destino Alonso Martínez, me he encontrado otra vez con el hombre de azul. Nada de particular, otra casualidad de esas que tanto suceden en el Metro. Pero la cosa no ha quedado ahí. Como si este hombre, o la estación de Alonso Martínez, o ambos combinados tuvieran una especie de poder para provocar situaciones tensas, justo en el momento de salir del vagón -otra vez- se ha producido un rifirrafe con protagonistas distintos, ¿o no? Señor mayor y chica joven (esta vez no era el hombre de azul). Absorto en la lectura de El origen perdido, de Matilde Asensi, sólo he podido presenciar el final de la escena. Parece que el enganchón se debe haber producido porque él estaba agarrado a una de las barras que para tal efecto hay en distintas zonas del vagón, y ella debía tener toda la espalda apoyada en la misma barra. Roce físico, roce dialéctico: "pesado", "pesada tú". Rebota, rebota que tu culo -con perdón- explota, como decíamos de pequeños.

Soy un pesado, lo sé, pero es que el Metro a veces saca nuestro verdadero y cada vez menos educado yo... Parece que de poco sirven las campañas de publicidad recordándonos las normas de convivencia a seguir en sus instalaciones. Metro-educación al suelo, que ni siquiera a la papelera la tiramos.

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