viernes, 29 de septiembre de 2006

Maquíllate

[..]Sombra aquí, sombra allá, maquíllate, maquíllate
Un espejo de cristal, y mírate, y mírate[..]


Así reza el estrbillo de uno de los primeros éxitos de Mecano. Puesto que ni soy mujer ni pertenezco al ramo, no es raro que no entienda lo más mínimo de maquillaje. Pero tengo dos ojos y miles de ventanas a las que asomarme. Y parece que la de hoy va de eso, de maquillajes.


Esta mañana, de camino a mi mundo azul y naranja, en el asiento de delante del autobús iba una chica que de repente, como si fuera Mary Popins, ha empezado a sacar todo un repertorio de cajitas y accesorios para maquillarse. Supongo que al igual que hacen muchos con el desayuno, ha preferido no perder el tiempo haciéndolo en casa. A propósito de esto, se me podía haber ocurrido a mí algo parecido, y llevarme aguja e hilo al autobús para coserme el botón de la camisa que inoportunamente se me ha caído justo antes de salir; así yo tampoco habría perdido tanto tiempo, si bien es cierto que gracias a esos cinco minutos ahora estoy aquí, con algo que contar.

Bueno, sigo con el maquillaje. Me llama mucho la atención la capacidad que tienen las mujeres para hacer auténticos equilibrios entre el traqueteo del autobús, tren, metro, etc., y culminar con éxito su particular labor artística.

La cuestión es que, lo mismo que con los pintores, en esto del maquillaje el talento -o la vista- está repartido de manera desigual. No lo digo por esta chica (no me he podido fijar en el resultado final), sino por algunas mujeres en las que hoy me he fijado en el metro (qué raro, yo hablando del metro)

En especial me han llamado la atención dos, una joven y otra menos, que dudo que tuvieran un sólo milímetro cuadrado de la cara sin maquillar. Eso que hace unos años llamábamos pote, y que se te quedaba pegado en la barbita de tres días al darle dos besos a una chica que, obviamente, se había excedido, aunque no sé muy bien por qué.

Entonces he decidido mirar a mi alrededor y fijarme en el resto de mujeres del vagón. Reconozco que a esas horas, y más un viernes, nuestras caras no son precisamente la alegría de la huerta. Aún así, podía verse mujeres con o sin maquillaje. Entre las primeras, las había con diferente cantidad de pintura: demasiada -para mi gusto-, moderada, e incluso apenas perceptible.

Como he dicho, no entiendo mucho de maquillaje, pero soy consciente de la dificultad que tiene aplicárselo de la manera adecuada. Porque un buen maquillaje puede hacer maravillas, lo mismo que uno malo puede echar por tierra hasta la mayor de las bellezas. Inicialmente era partidario del maquillaje-cero, pero con el paso de los años me he dado cuenta de que no hay nada de malo en pintarse un poco. Una sombra o una línea que hacen todavía más impresionantes unos ojos ya de por sí bonitos, rimel que resalta pestañas sin vida, o un pintalabios que te haría decir "esa boca no es mía, pero ojalá lo fuera".

Pienso que el maquillaje también puede transmitir mucho. Porque no es lo mismo maquillarse para ir a trabajar a una oficina que a unos grandes almacenes; hacerlo para salir con tu pareja que para ir en su búsqueda. Cada situación ofrece multitud de variantes.

Y eso que sólo hablo de maquillaje en el sentido más literal de la palabra, porque si entramos a plantearnos que todos en cierta manera nos maquillamos cada día, la cosa se puede complicar, y mucho. Pero por hoy basta; colorete, labios brillantes, sombra aquí, sombra allá...

jueves, 28 de septiembre de 2006

Somos de colores

Cada mañana, de lunes a viernes, paso el día en un mundo que tiene dos colores.

No son el blanco y el negro, como podrías pensar. Y en realidad, hay más de dos, pero al final todo se reduce al azul y al naranja.

Por fuera, ese mundo es gris, de hormigón y cristal, viejo, triste y austero. Por dentro, el gris se mezcla con otros colores: granate, crema, blanco sucio (que no roto, como se oye tanto en los trajes de novia), verde, cerezo, negro, blanco(blanco) ... Aunque al final lo que de verdad importa es si eres azul o naranja.

Hace un tiempo, cuando me asomé por primera vez a este mundo bicolor, ellos no existían. Nadie decía “soy azul” o “soy naranja”. Aún antes de conocerlos, jugaba a imaginar de qué color era cada habitante. Entonces llegaron; los únicos que al final importan: azul y naranja.

Este mundo se parece bastante al del planeta Tierra; casi diría que es un planeta Tierra en chiquitito. Para empezar, se supone todas las personas que lo habitamos somos iguales. Pero como sucede en la Tierra, esto es algo que sólo se supone. Citaré tan sólo algunas diferencias.

1. Los azules aterrizan y despegan de este mundo a distinta hora que los naranjas; normalmente antes.

2. Si los naranjas abandonan el mundo, su reloj se para, y no vuelve a arrancar hasta que vuelven. Con los azules no sucede eso.

3. En el momento de la comida, los azules pueden comer lo mismo que los naranjas, pero pagando menos de la mitad que estos.

4. Los azules pasan en este mundo menos días al año que los naranjas.

Azul Naranja. Pobre – Rico. Blanco – Negro. Primero – Último...

Por supuesto, cada cual es de un color por méritos propios. O no.

Si eres naranja, sientes envidia por lo que tienen los azules, que al menos aparentemente son más felices en este mundo. Algunos naranjas quisieran ser azules; otros son felices con su color y, como si de su detergente se tratara, no lo cambian por nada del mundo.

Si eres azul, no sueles tener envidia de los naranjas. Pero como pasa con los naranjas, hay azules y azules. En ambos casos, parece como si cerraran los ojos, bien para no saber de qué color es el otro y tratarle como un simple habitante del mundo, bien para ignorar su presencia, en el caso de que ese otro no sea de su mismo color.

Como ves, este mundo no es tan distinto del otro más grande que lo engloba. Y sí, no me escondo, yo soy... Joven Alex, habitante de ambos, ya lo sabes.

martes, 26 de septiembre de 2006

Vida en serie

Hace unos días vi el último episodio de Everwood, una serie norteamericana a la que me enganché hará algo más de tres años. Cuenta la vida de varios personajes en un pequeño pueblo en el estado de Colorado. Distintos historias, distintos caminos que se cruzan en el día a día. Amor, amistad, historias de todo tipo que suceden a personas normales, si es que se puede llamar así a personajes perfectamente guionizados.

Lo confieso: soy adicto a las series, especialmente las norteamericanas. Everwood, The O.C., y One Tree Hill son las que ahora me tienen más pillado. Bueno, Everwood ya no porque, como he dicho al comienzo, he visto su último episodio (no lo destriparé por si aún la sigues por la Primera de Televisión Española). Reconozco que, objetivamente, no se pueden considerar obras maestras, ni series de culto, pero a mí me gustan. ¿Por qué?

Cuando era pequeño tenía mi particular versión de eso que llaman el sueño americano. Influido por las series del momento, que mostraban casas estupendas, parterres perfectamente cuidados, calles amplias y tranquilas, y también por lo que oía decir a algunos compañeros de colegio, pensaba que Estados Unidos era lo más parecido al paraíso que podría encontrarse en el mundo. Soñaba con irme a vivir allí de mayor, y triunfar. Claro, que mi visión del triunfo era esa casa estupenda, ese parterre perfectamente cuidado, esa calle amplia, arbolada y tranquila...

Como si de un constipado se tratara, pronto se me pasó, y llegué a la conclusión de que Spain is different, y que no tenemos nada, absolutamente nada que envidiar a ningún otro país del mundo. Que aquí se puede vivir estupendamente, y que encima no hace falta aprender inglés (al menos, en teoría.

Pero dicen que quien tuvo, retuvo. Así que, a la vista de mi confesa adicción a las series norteamericanas, tengo la impresión de que guardo un cierto poso de nostalgia por ese sueño americano, por esa vida escolar que cuenta One Tree Hill, o por esos romances juveniles de The O.C., que consiguen que me identifique tanto con sus personajes. Bueno, en realidad no puedo identificarme con ellos, porque no he vivido lo que cuentan; más bien siento cierta nostalgia, porque ese tiempo ya pasó para mí, y no podré verme ya reflejado en las historias que cuentan sus capítulos.

Así que estoy decidido a seguir refugiándome en ese sueño ideal que me proporcionan los cuarenta o cuarenta y cinco minutos que dura cada capítulo. Afortunadamente, internet se ha convertido en gran un aliado, pues gracias a la red puedo disponer por anticipado de los capítulos de mis series favoritas con meses de antelación. Sin remedio, los acabo devorando. No lo puedo evitar.

Creo que no hay nada de malo en escaparse por un rato de la vida que cada día nos toca vivir, e imaginar que somos el protagonista, o quizá sólo un secundario, de una de esas series en las que al final el hombre bueno acaba con la chica guapa, o el chico duro que tanto ha sufrido por abrirse camino, consigue salir adelante y aún más que eso. Los títulos de crédito ya nos devolverán a nuestro particular guión de cada día... The End.

jueves, 7 de septiembre de 2006

Metro-educación

Todavía andaba yo dándole vueltas a una idea tonta esta mañana, cuando el Metro de Madrid, fuente inagotable de historias, me ha brindado una nueva mirada que ahora traigo hasta aquí.

Sí, ya sé que me repito, y que dentro de poco habrá que cambiar el nombre a este observatorio por algo así como "Historias del Metro". Prometo dar un poco de variedad a las ventanas a las que me asomo para ofrecerte mis miradas, pero déjame que hoy abuse un poquito más de tu paciencia.

Llevamos dos o tres días con bastante calor en la ciudad y, por supuesto, también en el Metro. No sé si es eso lo que afecta tanto a nuestro estado de ánimo; si me guío por las escenas que he presenciado hoy, seguro que es así.

La primera ha sucedido en el momento de salir del vagón de la línea 4 en Alonso Martínez. Es normal que haya bastante gente en el andén esperando para entrar, y cada vez va siendo más habitual que esa gente apenas deje un pequeño espacio para que los que pretedemos salir podamos hacerlo como es debido. Pero hoy se debe haber colmado el vaso de la paciencia de un señor de unos cincuenta y tantos, vestido con camisa de manga corta a cuadros azules y pantalones chinos también azules. Lo sé, es poco relevante cómo iba vestido, pero es que me ha llamado la atención, porque tengo unos pantalones exactamente iguales (apúntese esto en la cuenta de tonterías varias).

El caso es que este hombre se ha encarado con una chica de la que poco puedo decir: inmigrante, con rasgos centroamericanos... casi no me ha dado tiempo a fijarme, pero que conste que no establezco relación entre su procedencia y el comportamiento que ha tenido; me limito a describir.

La escena ha durado apenas dos o tres segundos: ella intentando entrar, y nuestro hombre de azul luchando por salir. Fuerzas opuestas, choque inevitable, victoria para él, que con las manos por delante, empujando enérgica pero no violentamente, ha conseguido abrirse paso en su legítimo derecho a salir primero, tal como reza esa frase que tantas veces hemos oído: antes de entrar, dejen salir.

Para dar más fuerza a su acción, ha comenzado a increpar a la chica, haciendo referencia a su más que evidente falta de educación. Otros dos o tres segundos, y a partir de ahí imagino que ella habrá entrado en el vagón con cierto mal cuerpo tanto por la situación como por el hecho casi seguro de no haber conseguido asiento -de ahí su prisa por entrar-, mientras que él continuaba su particular moralina; al principio se veía claramente que hablaba solo pero, de repente, y cuando parecía que dejaría de hacerlo, se ha visto reforzado por la inconsciente mirada de la señora que llevaba al lado, en la que ha encontrado una silenciosa aliada, y así ha continuado con su retaíla de quejas, concluyendo con otro par de frases que tanto se escuchan últimamente: se está perdiendo la educación y no sé dónde vamos a llegar en este país.

Casi sin tiempo para reponerme, una vez realizado el trasbordo a la línea 5, me he encontrado en el primer vagón un número aceptable -no agobiante- de viajeros, lo cual hacía que diera poca importancia al hecho de que un joven de unos treinta y pocos estuviera sentado en el suelo ocupando el espacio de dos o tres personas. No es la primera vez que veo algo así, y hasta lo puedo entender, a pesar de que yo ni lo he hecho, ni creo que lo haga. Lo que ya no me parece normal es que pasen las estaciones, el vagón se vaya llenando, la gente se apriete por entrar en como sea, mientras que el protagonista de la peculiar sentada no se inmuta lo más mínimo. Eso sí, cuidado con pisarle (no ha sucedido, pero no me extrañaría que encima se encarara con aquél/aquella que, a falta de un sitio donde colocar los pies, le tocara sin querer, o más bien sin poder evitarlo).

A la vuelta, después del trabajo, en el vagón de la línea 5 destino Alonso Martínez, me he encontrado otra vez con el hombre de azul. Nada de particular, otra casualidad de esas que tanto suceden en el Metro. Pero la cosa no ha quedado ahí. Como si este hombre, o la estación de Alonso Martínez, o ambos combinados tuvieran una especie de poder para provocar situaciones tensas, justo en el momento de salir del vagón -otra vez- se ha producido un rifirrafe con protagonistas distintos, ¿o no? Señor mayor y chica joven (esta vez no era el hombre de azul). Absorto en la lectura de El origen perdido, de Matilde Asensi, sólo he podido presenciar el final de la escena. Parece que el enganchón se debe haber producido porque él estaba agarrado a una de las barras que para tal efecto hay en distintas zonas del vagón, y ella debía tener toda la espalda apoyada en la misma barra. Roce físico, roce dialéctico: "pesado", "pesada tú". Rebota, rebota que tu culo -con perdón- explota, como decíamos de pequeños.

Soy un pesado, lo sé, pero es que el Metro a veces saca nuestro verdadero y cada vez menos educado yo... Parece que de poco sirven las campañas de publicidad recordándonos las normas de convivencia a seguir en sus instalaciones. Metro-educación al suelo, que ni siquiera a la papelera la tiramos.

miércoles, 6 de septiembre de 2006

Con la música a cuestas


Ahora que septiembre ya ha tomado Madrid, los detalles ya no son tales, porque se manifiestan a gran escala y saltan a la vista sin pretenderlo.

El metro vuelve a estar abarrotado. Caras en muchos casos familiares. Y no porque las conozca, no. No tengo ni idea de su nombre, edad, nacionalidad, gustos, forma de ser... pero juego a imaginar que sí que lo sé. Debo de estar de buen humor, porque cualquier otro día llamaría prejuicios a lo que hoy me ha dado por considerar como un simple juego.

El caso es que cada cual trata de llevar lo mejor posible el viaje: unos se limitan a cerrar los ojos, intentando sumar unos pocos minutos a su cuenta de sueño, que a estas alturas de semana ya arroja un saldo negativo. Pero queda menos para el fin de semana.

Otros, supongo que más descansados, se refugian en cualquier tipo de lectura: da igual si es un libro -bestseller o no-, una revista -rosa o no- o el periódico -mayoritariamente gratuito-. Todas son buenas para pasar el rato, porque aunque no hayas cogido nada, siempre te queda el recurso de leer el periódico de la persona que está a tu lado. Bastante típico.

También están los que se dedican a no hacer absolutamente nada. Simplemente esperan a que llegue su parada, mientras avanzan absortos en sus pensamientos. Y últimamente empiezan a verse cada vez más jugadores de consola portátil, tipo PSP o Nintendo DS.

Todos ellos tendrán alguna mirada más detallada en este observatorio. Pero hoy es el turno de los que van con la música a cuestas. Lejos han quedado ya los walkman (confieso que yo tengo uno en el trabajo, que utilizo para escuchar la radio); tras la breve innovación que supuso el discman y su evolución, que incluía mp3, hoy es el turno de los sofisticados reproductores multimedia, de todos los tamaños, formas y colores.

Una de sus ventajas es que permiten formar parte de cualquiera de los otros grupos de viajeros que describía antes. Puedes leer, ir con los ojos cerrados, jugar como un poseso, perderte en tus pensamientos, o simplemente no hacer nada, a la vez que escuchas a un volumen más o menos recomendable para tus oídos tu selección favorita de música. Dos por el precio de uno.

En ocasiones he conseguido llevar mi reproductor de mp3 al volumen mínimo, aunque no suele ser lo normal, porque si no es el ruido del aire acondicionado, es la conversación del grupito que está junto a mí lo que me obliga a pulsar la tecla '+' hasta que mis canciones vuelven a aparecer. Problema resuelto.

Como en casi todo, lo del volumen va por gustos, aunque imagino que también existe un factor fisiológico. El caso es que muchas veces me encuentro en el metro con gente que muestra un afán desmedido por darnos a conocer al resto sus gustos musicales, aún a costa de dejarse los oídos en el intento. Pero hay alguien que supera todo esto; diría que está muy por encima de ese afán que muestran otros.

Es un hombre de unos treinta y tantos -calculo-, con el que me he cruzado en varias ocasiones en mi pasillo favorito del metro de Diego de León (sí, el del otro rincón del arte nuevo). Tiene un aspecto un tanto extraño, pero lo que de verdad llama la atención es la forma que tiene de llevar la música a cuestas: no utiliza como el resto unos auriculares conectados a un walkman, a un discman, o a un moderno reproductor de mp3. No. ¡Se trae el radiocasette entero!

Sí, no estoy bromeando. Es uno de esos transistores con froma rectangular, algo anteriores a los conocidos loros, tan de moda en los '80 y '90. Envuelto en una bolsa, supongo que para protegerlo, no tiene ningún reparo en llevarlo encendido mientras acompaña la melodía de turno con su propia voz.

Todas las veces que me he cruzado con él no he podido evitar que se me escapara una sonrisa, y al instante siempre me he preguntado lo mismo: "¿También lo llevará encendido dentro del vagón? Porque si es así, tiene que ser un puntazo"

Pues esta mañana he salido de dudas. No sé si es lo normal pero, al menos en este caso, las excentricidades tienen un límite. En el vagón llevaba su radiocasette, pero esta vez apagado y tapado por la revista que iba leyendo. Uno más uno, dos.