viernes, 27 de octubre de 2006

Un instante marca la diferencia

Parece que la lluvia nos va a dar un respiro este fin de semana. Estoy encantado con que llueva, pero el enclaustramiento forzoso y casi sin aviso de los últimos días bien se merece una tregua para salir a correr, a pasear, o para olvidar los interminables atascos de cada mañana; en definitiva, disfrutar en la medida de lo posible del mundo más allá de las cuatro paredes de mi casa o de la oficina.

Para hoy me había propuesto llegar al trabajo a primera hora, porque desgraciadamente aquí cada minuto cuenta. No sé por qué motivo tuvimos que inventarnos esa suerte de esposas que son las horas, los minutos, los segundos... porque hay cosas que no cuadran, como el hecho de que un minuto o unos pocos segundos marquen una notable diferencia en tu día (véase el ejemplo en la película Dos vidas en un instante). Me remito a los hechos. He aquí dos ejemplos:

- Día 1: Después del esfuerzo que supone levantarse, me enfrento a un nuevo reto: decidir qué ropa me pongo; y todo por no haberlo hecho la noche anterior. El caso es que ese momento de incertidumbre supone que salga de casa apenas un minuto o dos después de la hora a la que suelo hacerlo. Cuando diviso la parada a algo más de ciento cincuenta metros, el autobús, ése que se supone que debería coger, ya está dispuesto a seguir su camino sin mí. Así que me toca esperar a que llegue el siguiente, y no lo hace hasta pasados diez minutos. Para entonces todo el mundo se ha puesto de acuerdo para salir de casa, y la carretera se convierte en una procesión a cámara lenta de luces rojas. Uno o dos minutos que desembocan en otros diez, que culminan en treinta o treinta y cinco de retraso con carreras, nervios, apreturas, sudores...

- Día 2 (hoy, por ejemplo): Lo tengo mucho más claro, y apenas pierdo un instante en decidir qué me pongo. Mi barbita de día y medio puede aguantar unas horas más sobre mi cara –es viernes-, así que salgo de casa incluso antes de lo habitual. Misma escena: autobús que se detiene en la parada; momento valorativo y súbita decisión: correr. Son apenas sesenta, setenta metros; hay gente subiendo y me dará tiempo. Tiempo, tiempo, tiempo... Alcanzo mi objetivo, y a pesar de que el conductor está en prácticas, la hora que es, la ausencia de lluvia y la fluidez del tráfico hacen que afronte el resto del viaje de otra manera. El paseo hasta el metro es paseo y no carrera de marchador; me permito ir en un vagón distinto al habitual, sin la aglomeración de toda esa gente que al igual que yo conoce la puerta que te sitúa más cerca de la salida del andén. El trasbordo es pausado; puedo bajarme una estación antes y caminar por las calles sin ninguna prisa, viendo cómo me adelantan los que sí la llevan. Y aún esforzándome en tardar, llego a la oficina cinco minutos antes de la hora de entrada.

Horas, minutos, segundos que marcan diferencias. Por suerte este domingo por la noche me prestan esa hora que no sé si debería guardar en un cajón, porque ya se encargarán de reclamármela en marzo... tic-tac, tic-tac,tic.

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