viernes, 25 de enero de 2013

Treinta

Hace ya más de siete años que escribí el texto que ahora traigo a mi observatorio. Forma parte de algo que llamé "Treinta" y que pretendía ser un compendio de recuerdos deslabazados. Al final quedó en nada, pero hoy he vuelto a encontrarme con este texto y me apetecía abrir una ventana con él. Ahí queda...



Treinta. El hueco del sofá


El salón de la casa de mis abuelos maternos -a los paternos no los conocí; murieron antes de nacer yo- fue durante mucho tiempo mi cuarto de recreo. Se puede decir que los que estábamos allí cumplíamos cada uno una tarea: mis abuelos y mi tía Andrea me tenían vigilado, y yo les hacía compañía. Eso sí, todo de forma implícita, porque la realidad era que ellos se dedicaban a leer, dormir la siesta, ver la televisión, etc. y yo me dedicaba a jugar solo durante horas.

Los clicks de Playmobil (antes Famobil) eran mis favoritos. Tenía un montón de ellos, en su mayoría heredados. Casi todos eran iguales (de color azul o blanco) con el pelo marrón, negro o amarillo. El coche de bomberos, la tienda de los indios, los caballos... en fin, mil y una historias han salido de esos muñecos de plástico. Un año incluso monté un belén con ellos aunque, claro está, el resultado dejaba bastante que desear.
Y al acabar el juego, el destino de todos ellos siempre era el mismo: un tambor de detergente de 5 kilos. Allí se amontonaban hasta el día o la tarde siguiente.
Había, claro está, otros muchos juguetes: coches en miniatura, espadas, sables, un revólver de vaquero, geyperman, airgambois, canicas, bolas de goma que botaban altísimo, y otros tantos que me ayudaron a pasar mi infancia, aunque fuera jugando solo. Y al final, había que recogerlos todos

El sofá de mis abuelos era de una pieza, aterciopelado y un color entre dorado y verde oliva, con muchos floripondios. Formaba un ángulo de noventa grados, aunque no era tal, pues la esquina tenía forma redondeada, lo que hacía que aquella parte, a diferencia del resto del sofá, quedara separada de la pared. En ese hueco era donde yo dejaba todos mis juguetes e incluso alguna que otra vez yo mismo me escondí allí, por supuesto, mientras mi tamaño me lo permitió.
Ese hueco era mi cajón de-sastre, y también mi cofre del tesoro. Allí tenía casi todo lo que necesitaba para ser feliz durante horas, si bien es cierto que a veces se llenaba de porquería y perdía su condición de rincón maravilloso. Pero siempre fue una especie de banco de sueños. El rincón del sofá de los abuelos.

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