Treinta
Hace ya más de siete años que escribí el texto que ahora traigo a mi observatorio. Forma parte de algo que llamé "Treinta" y que pretendía ser un compendio de recuerdos deslabazados. Al final quedó en nada, pero hoy he vuelto a encontrarme con este texto y me apetecía abrir una ventana con él. Ahí queda...
Treinta. El hueco del sofá
El salón de la casa de mis abuelos maternos -a los paternos no los conocí; murieron antes de nacer yo- fue durante
mucho tiempo mi cuarto de recreo. Se puede decir que los que
estábamos allí cumplíamos cada uno una tarea: mis abuelos y mi tía
Andrea me tenían vigilado, y yo les hacía compañía. Eso sí, todo
de forma implícita, porque la realidad era que ellos se dedicaban a
leer, dormir la siesta, ver la televisión, etc. y yo me dedicaba a
jugar solo durante horas.
Los clicks
de Playmobil (antes Famobil) eran mis favoritos. Tenía
un montón de ellos, en su mayoría heredados. Casi todos eran
iguales (de color azul o blanco) con el pelo marrón, negro o
amarillo. El coche de bomberos, la tienda de los indios, los
caballos... en fin, mil y una historias han salido de esos muñecos
de plástico. Un año incluso monté un belén con ellos aunque,
claro está, el resultado dejaba bastante que desear.
Y al acabar el juego, el destino de todos ellos
siempre era el mismo: un tambor de detergente de 5 kilos. Allí se
amontonaban hasta el día o la tarde siguiente.
Había,
claro está, otros muchos juguetes: coches en miniatura, espadas,
sables, un revólver de vaquero, geyperman, airgambois, canicas,
bolas de goma que botaban altísimo, y otros tantos que me ayudaron a
pasar mi infancia, aunque fuera jugando solo. Y al final, había que
recogerlos todos
El sofá
de mis abuelos era de una pieza, aterciopelado y un color entre
dorado y verde oliva, con muchos floripondios. Formaba un ángulo de
noventa grados, aunque no era tal, pues la esquina tenía forma
redondeada, lo que hacía que aquella parte, a diferencia del resto
del sofá, quedara separada de la pared. En ese hueco era donde yo
dejaba todos mis juguetes e incluso alguna que otra vez yo mismo me
escondí allí, por supuesto, mientras mi tamaño me lo permitió.
Ese hueco
era mi cajón de-sastre, y también mi cofre del tesoro. Allí tenía
casi todo lo que necesitaba para ser feliz durante horas, si bien es
cierto que a veces se llenaba de porquería y perdía su condición
de rincón maravilloso. Pero siempre fue una especie de banco de
sueños. El rincón del sofá de los abuelos.